Una de las cosas chocantes de nuestros días es: el FC Barcelona es global, pero su presidente –curiosamente asimétrico con ello— luce sus pectorales en clave aldeana. Seguro que tendrá poderosas razones para ello de la misma manera que algunos de sus colegas que, cabalgando hacia Damasco, descubrieron tardíamente una confusa vocación política así en Marbella como en Milán. Ahora bien, tan súbita irrupción en el ruedo público de este caballero (no diré su nombre si no me paga la publicidad) demuestra lo que, desde hace tiempo, vengo considerando: el nacionalismo está en crisis. Es más, afirmo a contracorriente que las últimas expresiones de ello (los referendums celebrados recientemente en Catalunya) son una expresión de la mencionada crisis.
Ningún problema serio tiene solución estable y duradera en el nuevo paradigma de la innovación-reestructuración de la economía y de las novedades –algunas de ellas dramáticas-- del ecosistema. Porque ese paradigma es ya global. El nacionalismo es, por tanto, una desubicación de lo nuevo y, a la vez, una variable que no propicia utilidad alguna para avanzar hacia el desbloqueo de tan ingentes problemas. Al nacionalismo sólo le queda ya una profunda gama de sentimientos (unos nobles, otros contaminados). Más todavía, con esos sentimientos es imposible abordar con solvencia el tránsito epocal que estamos viviendo.
Por otra parte, el nacionalismo político catalán –tras ser desalojado del gobierno catalán en las elecciones de 2003—vio agravada su crisis. En todo caso, tengo para mí que el nuevo govern, con Pasqual Maragall a la cabeza, no supo leer los resultados, es decir, el hartazgo de un electorado que ya estaba cansado del nacionalismo (de derechas) prefiriendo dar mayoritariamente su consenso a unas izquierdas, unas y otras de diverso ropaje.
La crisis del nacionalismo político se agudizó cuando – tras el relevo de Maragall por José Montilla— la izquierda retuvo la dirección de Catalunya. Se reeditó el tripartito de izquierdas a pesar de los intentos de la dirección de PSOE y, más aguerridamente, de Rodríguez Zapatero, de imponer la sociovergencia. Que era la apuesta que más convenía al gobierno español para la, según ellos, estabilidad parlamentaria. No sólo se agudizó la crisis, digo, sino que en el interior del nacionalismo (Convergència en la oposición y Esquerra en el gobierno) aparecieron grietas muy visibles. En CDC se consolidaron las divisiones entre los accidentalistas y los soberanistas; en ERC surgieron una serie de divisiones internas que culminaron en algunos casos con la escisión de ciertos, aunque minoritarios, sectores. Así las cosas, tales espasmos provocaron una inestabilidad orgánica en el interior de los nacionalismos políticos así de la derecha como de la izquierda. Zapatero, parece obvio, no leyó (o no quiso hacerlo) estas variables que aparecían en el ruedo catalán. [No hago referencia a las posiciones exasperadas y, claramente anticatalanas, del Partido Popular. Ni a los tejemanejes, por sabido, de toda la historia del recurso al Tribunal Constitucional y a la inescrupulosa biografía de esta institución en todo este asunto].
Pues bien, en todo ese contexto –especialmente tras el anuncio de que la sentencia del Tribunal parece ser inminente— se producen toda una serie de declaraciones que hacen ver a los grupos independentistas lo siguiente: Convergència pondrá el grito en el cielo, pero de ahí no pasarará; hay muchos intereses (económicos, por supuesto) en juego para que los herederos de Jordi Pujol se tiren al monte. Y, por otra parte, tales independentistas creen percibir que Esquerra no considera pertinente (todavía y quizá nunca) jugarse la posibilidad de convertirse en el primer partido nacionalista y/o perder su presencia en el gobierno catalán. Entre otras cosas, porque la sombra de la sociovergencia siempre está, como Rebeca de Winter, detrás de la concha del apuntador en este guión.
Así pues, los grupos independentistas apuntaron a la escenografía de los referendums sabiendo que enviaban un caramelo envenenado a unos y otros, CDC y ERC; una piruleta que no podían ignorar. Una jugada inteligente, claro que sí. Pero que, en el fondo, no deja de ser la expresión de un rosario de desencuentros en el interior del nacionalismo –o si se prefiere— de los nacionalismos catalanes. Conociendo, además, la potencia implícita que ese mensaje iba a tener en los sentimientos de un sector de la ciudadanía.
Convergència no se moja excesivamente. Pero reacciona con ambigüedad calculada. “Votar es un acto de participación legítima”, como dando a entender que en realidad está diciendo que hay que votar afirmativamente, pero no lo hace. Porque, a su vez, podría convenirle para desgastar al gobierno tripartido. Y, como el tiempo lo cura todo, ya vendrán tiempos propicios para pactar bien con Anás (Rajoy) o con Caifás (Esquerra Republicana de Catalunya).
En fin, toda una serie de jugarretas aldeanas en estos tiempos de gran transición epocal, en esta terrible coyuntura de crisis económica. Que, en lo que nos ocupa, tiene dos situaciones: miles de ciudadanos votando algo que no tiene futuro, de un lado; y miles de ciudadanos, el 12 del 12 a las 12, movilizados por el trabajo y su dignidad, por la salida de la crisis y la forja de un mundo mejor. Lo primero (la inutilidad de los referendums es una certeza); lo segundo es una hipótesis.
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