La Fundación 1º de Mayo, haciendo gala de una gran oportunidad, ha realizado un informe titulado 52 reformas desde la aprobación del Estatuto de los Trabajadores en 1980, estudio que señala las claves de las reformas laborales que se han venido sucediendo en España y su repercusión en materia de contratación y empleo. El discurso convencional plantea que el principal factor determinante de la mayor intensidad de la crisis en España radica en la rigidez de las instituciones laborales, especialmente en la regulación legal de la contratación, el modelo de negociación colectiva y la legislación de la protección sobre el desempleo. La evolución del mercado de trabajo en el último ciclo económico pone de manifiesto que, en la etapa expansiva −entre los años 1995 y 2007−, se creó un importante volumen de empleo. No parece coherente defender que la misma regulación laboral que no frenó este crecimiento sea la principal causa de la crisis. La existencia de una legislación laboral para el conjunto del Estado no ha impedido la desigual intensidad territorial de la crisis, producto de sus diferencias en materia de estructura económica y productiva, como pone de manifiesto la diferencia de 18 puntos entre la Comunidad con mayor tasa de paro −Andalucía, con el 30,9 por ciento− y la que registra la menor (País Vasco, con el 12,6 por ciento). Las crisis económicas no tienen sus causas ni sus respuestas en la regulación del mercado de trabajo, sino que el mercado de trabajo termina reflejando algunas de las consecuencias y efectos de la crisis, especialmente en forma de destrucción de empleo y de precarización del mismo. La salida de la crisis del empleo no depende de las políticas laborales, sino de otras políticas −horizontales y sectoriales− que deben cobrar un mayor protagonismo a la hora de afrontar los retos estructurales de la economía española ya que, sin ellas, las medidas estrictamente laborales ven reducida sensiblemente su eficacia y, a la inversa, si se desarrollan adecuadamente permitirán que las medidas laborales desplieguen todo su potencial. Las reformas laborales, que se han venido produciendo sin el consenso de los agentes sociales, junto a ser socialmente injustas, han influido de manera decisiva en el incremento de la temporalidad y la precariedad laboral en momentos de crecimiento económico, mientras que en situaciones de crisis, no solo no han evitado la destrucción de empleo, sino que ha hecho que ésta sea mucho mas vulnerable a los cambios de ciclo. En el período 1985-1991, después de la reforma laboral de 1984 que flexibiliza la contratación temporal, en un escenario de expansión económica, se inicia el desarrollo de un modelo de crecimiento con baja capacidad de creación de empleo, dando comienzo a la “era dorada” de la contratación temporal, que persistirá hasta nuestros días en que, −a pesar de la fuerte destrucción de empleo temporal, como consecuencia de la crisis−, el mercado de trabajo español sigue registrando la tasa de temporalidad más alta de la Unión Europea. Durante la segunda mitad de los años 80 se registra un notable incremento de la contratación temporal en España, en paralelo a una progresiva segmentación del mercado de trabajo, consolidándose así un modelo característico del mercado de trabajo español para el que se ha acuñado la denominación de “flexibilidad en el margen: un modelo asimétrico, organizado en torno a la facilitación a la contratación temporal no causal que se ha intensificado en las décadas siguientes configurandouno de los rasgos estructurales del mercado de trabajo español. En el periodo 1991-1994, se produce la reforma de 1992, en un escenario de crisis económica, destrucción de ocupación y persistencia de elevada temporalidad del empleo. Esta reforma, no evita la destrucción de empleo, pero si impulsa en la práctica contractos temporales estructurales. En 1994 se produce una nueva reforma laboral que fracasa en la negociación colectiva y se sigue constatando que la elevada temporalidad del empleo es funcional al modelo de crecimiento español. El período 1995-2007, esta presidido por una prolongada etapa de expansión económica, fuerte creación de empleo y consolidación de desequilibrios estructurales del patrón de crecimiento, non un notable protagonismo de la construcción. El empleo alcanza 20 millones de personas, produciéndose un aumento sustancial de la población activa, debido a la incorporación de mujeres e inmigrantes. La reforma de 1997, acordada con los agentes sociales, fomenta la estabilidad del empleo, con los límites propios del modelo productivo instalado en nuestro país. En 2002 la reforma que se promueve abarata los costes del despido. La reforma de 2006, acordada con los agentes sociales, impulsa la reducción de la temporalidad del empleo, con escasa incidencia en los albores ya de la actual y prolongada crisis económica. La caída en la actividad económica, que se inicia con la crisis de 2007, ha tenido un notable impacto sobre el mercado de trabajo, especialmente en términos de destrucción de empleo. Así, entre los años 2008 y 2011 se han perdido en España cerca 2,1 millones de puestos de trabajo, que suponen una tasa de decrecimiento para el conjunto del período del 10,4%. El resultado de ello es un descenso de 6 puntos porcentuales de la tasa de empleo al final del período −hasta el 47,6%− y un fuerte aumento de 10,5 puntos en la tasa de paro, hasta un valor del 20,9. En este contexto la reforma laboral de 2010, se plantea como un objetivo central atajar la destrucción de empleo y reducir la segmentación del mercado de trabajo, atribuyendo ambos fenómenos a las debilidades del modelo de relaciones laborales en España. La Ley 35/2010 incluye una serie de medidas que inciden en materias como la contratación temporal, la flexibilización de las causas del despido o la flexibilidad interna. Pasado más de un año tras su aprobación, la Ley 35/2010 no ha producido los resultados previstos por sus promotores: ni se logrado frenar la destrucción de empleo, ni se ha atajado la segmentación del mercado de trabajo. Este fracaso fue reconocido por el propio gobierno, que en el año 2011 aprueba el Real Decreto ley 11/2011 de 26 de agosto; una norma que, en flagrante contradicción con el discurso expresado en las políticas anteriores, establece un insólita suspensión temporal de la regla relativa a la limitación en el encadenamiento de contratos temporales, bajo la justificación de “evitar efectos indeseados de no renovación de contratos temporales y en favorecer el mantenimiento del empleo”. Finalmente, se procedió a la reforma también unilateral de la negociación colectiva. Esta norma ha suscitado el rechazo expreso de las organizaciones sindicales, tanto por razones de forma −en la medida en que se adoptó unilateralmente− como de contenido, considerándose que incide en los aspectos más regresivos de la reforma del ET emprendida en 2010: da prioridad al convenio de empresa, impone a las partes un arbitraje vinculante, y apuesta por la flexibilidad interna de las empresas sin mejorar los mecanismos de participación de los representantes de los trabajadores. Las previsiones realizadas sobre el empeoramiento de la situación económica, tanto a nivel nacional e internacional −que apuntan a la recaída en una recesión− han redoblado la presión a favor de una nueva reforma laboral de mayor calado que las realizadas en los dos últimos años. Frente a estos argumentos, es necesario plantear, a corto plazo, profundizar las actuaciones destinadas a mitigar las consecuencias más inmediatas de la crisis, tales como: el aumento de la inversión pública y privada para frenar en primer lugar la destrucción de empleo; medidas de carácter financiero que hagan fluir el dinero a las empresas y personas, y el reforzamiento de la protección social, a través de actuaciones complementarias para quienes hayan agotado o agoten las prestaciones, y para las familias cuyos componentes estén todos en situación de desempleo. Asimismo es precisa la puesta en marcha de una estrategia de intervención a más largo plazo con el fin de promover una reorientación del modelo productivo sobre bases económicas más sólidas, que favorezca a su vez la creación de más y mejor empleo, mayores cotas de justicia social y sostenibilidad medioambiental, el impulso de potenciales actividades emergentes en los diferentes sectores, así como cambios sustanciales de las políticas de gestión de las empresas españolas (tradicionalmente orientadas, en términos generales, a la búsqueda de la competitividad vía reducción de precios y costes laborales). Unas actuaciones que deberían orientarse a promover objetivos como: la reducción real de la segmentación del mercado de trabajo, combatiendo el uso injustificado de la contratación temporal o el recurso generalizado a la subcontratación; la adopción consensuada, con la participación de los trabajadores, de mecanismos de flexibilidad interna que favorezcan la adopción de medidas alternativas a la destrucción de empleo en situaciones de crisis; o el enriquecimiento de los contenidos de los convenios colectivos en aquellos temas relacionados con el fomento de la productividad activa −es decir, acompañada de la creación de empleo− tales como la innovación y la formación. | |