Una maestra republicana antes
de la República
“Enseñar a leer es encender fuego; cada sílaba que se
deletrea es una chispa”. Esta espléndida declaración de
principios fue el lema que eligió en 1892 una chica de
dieciséis años para encabezar los ejercicios de su examen,
en la oposición a la que se presentó para optar a
una plaza de maestra. Se llamaba Magdalena de Santiago
Fuentes Soto, había nacido en Cuenca en 1876, y en
1909 se incorporaría al cuerpo de profesores de la
Escuela de Estudios Superiores de Magisterio de
Madrid, uno de los escenarios claves de esta historia, el
lugar donde se formaron varias generaciones de hombres
y de mujeres que consagrarían su vida a hacer realidad
la declaración de Magdalena.
“Enseñar a leer es encender fuego; cada sílaba que
se deletrea es una chispa”. Magdalena de Santiago
Fuentes Soto murió en Madrid en 1922, a los cuarenta
y seis años, catorce antes de que el estado republicano
español asumiera la precocísima expresión de su vocación
pedagógica como una de sus máximas aspiraciones,
la piedra angular de una nueva sociedad que se
levantaría sobre una nueva escuela, laica, mixta, igualitaria,
científica, de calidad y de progreso. En su breve
vida, las instituciones republicanas desarrollaron una
labor muy exigente y ambiciosa en múltiples sectores
de la vida pública, desencadenando un impulso modernizador
sin antecedentes ni consecuentes en la historia
española. Aquel esfuerzo desmesurado pero consciente,
convirtió a nuestro país en un símbolo del progreso
también por primera, y quizás única, vez en toda la historia.
(...)
Un maestro republicano después
de la República
El maestro republicano del que voy a hablarles ahora
tuvo, con toda seguridad, nombre y apellidos, pero,
aunque el verano pasado intenté averiguarlos y aunque,
sin duda, lo conseguiré antes o después, no los conozco
todavía. Así que esta es la historia de un maestro
anónimo, uno de tantos, demasiados, que no voy a
contarles yo, sino la persona que a mí me la contó:
Sermón en Rota (Cádiz)
En los pueblos he oído sermones escalofriantes. Un
domingo oí misa en Rota. El sacerdote, desde el altar, y
a manera de plática, decía: “¿Qué os creíais, que siempre
iba a ser lo mismo? ¿No gritabais tanto, no se paraban
los hombres a la puerta de la iglesia, para saber
quién entraba a misa? ¿Y ahora? Ahora sois todos muy
religiosos, todos muy humildes. Los más culpables e
impíos, ya han dado cuenta a Dios de sus actos; ya
están purgando sus culpas, de haber infiltrado en el
pueblo el veneno del marxismo, alejándolo de Dios.
Pero aún quedan algunos que pretenden engañarnos. A
todos los descubriremos; todos llevarán su merecido;
no se escapará nadie; entendedlo bien, ¡NADIE! Hay
que limpiar más a fondo y hasta el fin toda la podredumbre
que Rusia ha introducido en este pueblo.
Sobran unos cuantos que pronto tendrán que rendir
cuentas.
Y las mujeres que antes no venían, allí las tenéis,
todas muy devotas. A mí no me engañáis. A todos os
conozco muy bien. Os hago una advertencia. Los
domingos, todos, todos a misa; no admito disculpas.
La que tenga chicos pequeños que los deje encerrados;
el que tenga un enfermo, que lo deje solo. En media
hora no se va a morir. El domingo, todos a misa; que no
tenga que volverlo a repetir. El que no venga sufrirá las
consecuencias, pues antes que nada y primero que
todo es cumplir los mandamientos de la Santa Madre
Iglesia.
Pues, ¿y los niños? ¿Qué os diré de los niños? Los
hay que no saben ni santiguarse, por el otro maestro,
impío y masón, que no paga con la muerte que ha sufrido
el crimen de no enseñar el catecismo a los angelitos
de Dios”.
No sé cómo se les ha quedado a ustedes el cuerpo,
pero me temo que, el día de mi muerte, yo seguiré sintiendo
el agujero que abrió en el mío esta página la primera
vez que la leí. Lo de menos es que yo pase en
Rota todos los veranos. Lo de más es que aquel maestro
no pagara su crimen ni siquiera con la muerte, y que
sus alumnos tuvieran que oírlo cada semana, desde el
púlpito de su parroquia. No me lo ha contado ninguno
de ellos. Lo he aprendido, como tantas otras cosas, en
un libro. Su autor se llamó Antonio Bahamonde y Sánchez
de Castro, y había nacido en Madrid, pero cuando
estalló la sublevación del 18 de julio de 1936, vivía en
Sevilla, (...) fue destinado al cargo de Delegado de
Prensa y Propaganda de la II División rebelde, el territorio
gobernado desde Sevilla, con las maneras de un
virrey colonial, por el general Gonzalo Queipo de Llano.
(...) La historia conmovedora y terrible del maestro
de Rota tiñe de sombras siniestras las palabras de Magdalena
de Santiago Fuentes Soto. Enseñar a leer es
encender fuego. Y tanto. Por eso, los fuegos de la luz y
del conocimiento, de la alegría y del placer, de la superación
personal y el afán de saber, fueron a parar al
fuego. O al paredón.