(Palabras leídas en la inauguración del 11 Congreso de la Federación de Enseñanza de CC.OO.)
¿Qué puedo aprender de ti? Esa es la pregunta que se repiten
los buenos profesores, aquellos que tienen algo importante que enseñar. ¿Qué puedes
enseñarme tú para que mi labor docente sea un proceso de aprendizaje, un
esfuerzo por reconocerme y reconocer, una tarea de reconocimiento? Pregunta
clave, porque nos ayuda a comprender que todos nos necesitamos y que la
libertad es inseparable de la existencia compartida.
La transmisión de saberes supone una reivindicación de los
vínculos. Espero de ti algo que necesito: y no para tener, sino para hacerme.
Esperas de mí algo que te hace, que nos hace en común, que nos forma como
individuos en comunidad. La palabra nosotros establece el presente como un
lugar en el que conviven los pasados y los futuros. La educación implica la
única confianza verdadera en los vínculos. Nada más vinculado que un profesor a
sus alumnos, que un escritor a sus lectores, que el hablante al oyente, que las
operaciones del decir y del escuchar, imprescindibles para que las palabras no
acaben en palabrería y las enseñanzas no sean ruidos, sermones de catecismo o
de trivialidad.
La educación sustituye las identidades posesivas del yo soy
por las más abiertas del yo estoy y el yo hago. Estoy con los demás, hago con y
para los demás. La dedicación a la enseñanza, igual que ocurre con la medicina,
sigue siendo el más alto ejemplo de que la vida laboral no representa sólo el
dominio de una tecnología, sino también el ejercicio de una vocación, una
llamada que genera en su hacer sentimientos de utilidad, de servicio público y
de ciudadanía. La crisis del amor pedagógico parece inevitable en el imperio de
la tecnocracia.
No existe contrato social sin contrato pedagógico, sin
compromiso con el saber estar y el saber hacer en el nosotros. La libertad no
es una selva en la que cada cual impone su ley, la del más fuerte o el más
desalmado, sino la obligación de crear un marco de convivencia en el que todos
los individuos puedan realizar de forma pacífica, libre y respetuosa sus
propias vidas. Por eso el contrato pedagógico es la raíz de la sociedad justa,
de la libertad social, de la comunidad que comprende su razón de ser. Afirmó
Antonio Machado que no hay nada verdaderamente importante en la vida que no
pueda o deba explicarse a un niño o una niña. Basta con encontrar el lenguaje
apropiado. Y eso es en el fondo una sociedad, el deseo de un lenguaje, el
esfuerzo común para encontrar las palabras que conforman las constituciones,
los códigos, los valores públicos y las conciencias.
La defensa de una educación pública libre, común a todos los
ciudadanos, sin desigualdades provocadas por el sexo, el poder económico o las
identidades cerradas del yo soy, supone la verdadera apuesta por la igualdad y
la libertad. El camino que va de los hogares familiares a la escuela pública es
la mejor metáfora de la democracia. La nación que no se toma en serio sus
inversiones en la educación pública se convierte en una empresa, en una selva,
en un vodevil de corruptos y de manipuladores del lenguaje, pero no en una
comunidad. Deberían avergonzarse todos los que levantan las banderas nacionales
con palabrerías huecas mientras descuidan la educación pública y la formación
de sus ciudadanos. Y deberían sentir orgullo de patriotas los que se entregan
por vocación a la enseñanza, los que se preguntan todos los días delante de sus
alumnos ¿qué puedo aprender de vosotros?, ¿cómo puedo convertir el ayer y el
hoy en un mañana no sólo legal, sino legítimo? Resulta poco convincente un
patriotismo que no se funde hoy en la defensa radical de los derechos públicos
de una sociedad. Y no hay nada más radical que la cultura y la educación.
Felicito a mis compañeros y compañeras de CCOO por el
trabajo realizado, por su coraje en la defensa de la educación pública. Y los
animo a seguir, junto a las demás fuerzas sindicales y a las organizaciones de
padres y alumnos que han levantado la marea verde, para que la educación sea la
raíz de una sociedad más libre, más justa y más sabia. Cada vez que me habéis
invitado a hablar, yo he aprendido a escuchar. Y, al escuchar, he aprendido
mucho con vosotros y con vosotras.
Luis García Montero